sábado, 9 de noviembre de 2019

Confiar en nuestra voz interior por Eduardo von Bennewitz Álvarez


Recientemente recibí la noticia de la desaparición de mi estimado amigo el Dr. Eduardo von Bennewitz Álvarez en las montañas de La Araucanía chilena, terrenos amados y bien conocidos por él. Después de aceptar lo que pasó pensé que una buena manera de recordarlo es dando a conocer parte de lo que él fue, por esto, abajo les dejo un texto que él escribió para un libro titulado “Consejos a los jóvenes con vocación científica”, disfrútenlo, es parte de su legado a este mundo. Ojalá y se formen muchos nuevos Eduardos como él, el mundo los necesitará.
A sus familiares (esposa, tres hijas y hermanos) mis condolencias, así como a los varios amigos mutuos, descanse en paz, lo extrañaremos.

Confiar en nuestra voz interior
Por Eduardo von Bennewitz Álvarez

El camino misterioso va hacia el interior.
Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla
la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro.
Novalis (1772-1801)

No es fácil y al mismo tiempo quizás tampoco sea demasiado difícil comenzar a escribir sobre una idea, un pensamiento un sentimiento o una simple intuición. El asunto es que creo que hay que hacerlo sólo cuando sintamos realmente que en ello se nos va un pedazo de vida y que dejemos un mensaje o abramos una puerta. ¿Cuál es el deseo y cómo ponerle alas? Saber medianamente qué es lo que se quiere, el resto llega casi por añadidura. Y aún más si en ello colocamos también nuestro corazón.
Existen en el transcurso de nuestras vidas un par o quizás una decena de hechos trascendentes que se proyectan más allá de lo que imaginamos. Se trata de aquellos instantes que hacen cambiar totalmente el rumbo de nuestras conciencias y actos y que nos impiden seguir siendo lo que éramos hasta ese instante. Son el preámbulo de nuestro ser y cómo nos veremos en el futuro. Algunos de estos hechos son perfectamente simples y concretos y quizás por ello dejen precisamente una huella aún más honda en nuestro corazón y pensamiento.
Estos hechos simples y trascendentes ocurren generalmente durante los años de nuestra primera infancia y juventud. ¿Quién no queda asombrado al descubrir el brillo de una luz, o sentir el agua sobre el rostro, o el calor de los abrazos y caricias de su madre, el ladrar de un perro, el vuelo de las moscas? Esa primera mirada y aproximación al mundo se nos presenta llena de desafíos, de misterios, de inquietudes. La afrontamos con una inmensa curiosidad y para nosotros cada nuevo minuto representa un nuevo descubrimiento, un sobresalto, la sospecha de algo fantástico e inquietante.
Me gustaría pensar que las personas que se dedican a la ciencia, lo hacen desde la perspectiva, la curiosidad y la falta de prejuicios de aquel niño. Para otros quizás sea la perspectiva de un adolescente lleno de ideales y que se quiere echar el mundo en su morral de peregrino. Aquel que quiere salir a recorrer y explorar el mundo de las ideas y de los hombres, de la cultura, del universo.
¿No es acaso la ciencia sino la búsqueda de algún tipo de verdad? Una verdad científica, para diferenciarla de otras verdades como la fe (en un dios, en el hombre, en la naturaleza, etc.).  La misma verdad que busca una criatura para comprender y comprenderse, convivir y maravillarse con el mundo que le rodea. Aquella en la cual logra armonía y comunidad con su entorno, aquella donde puede expresar su ser.
Desconocer la existencia y las posibilidades de la ciencia, como también las del espíritu y la religión, es quitarle alas a nuestro paso por la vida. Una ciencia por y para sí misma, sin la presencia del hombre y sus dioses, sin una guía y un propósito a los fines de la humanidad, se desvanece y pierde un sentido de trascendencia.
Creo que en cierta medida cada persona es o puede ser un joven científico, aunque ya no sea joven o crea no entender alguna de las herramientas o prácticas de la ciencia. La ciencia no es un dominio particular de alguien con un delantal, unas gruesas gafas o una oficina llena de diplomas. Es un joven científico aquel poeta que invita a los lectores a hacer renacer la rosa de tiempo en tiempo, no simplemente a admirarla o describirla. Lo es también aquel que aconseja conocer los nombres de las plantas, de los animales, de los insectos y también de las rocas, para que cada vez que nos encontremos con ellos les podamos reconocer y saludarles y que ellos también nos saluden a nuestro paso.
Quizás sea esta una visión romántica de la ciencia, una aproximación panteista, más bien ligada al pensamiento de los filósofos y científicos alemanes como Goethe, Humboldt, Leibnitz o de aquellos iluminados como William Blake. Quizás sea sólo una de las tantas características de la ciencia, pero sin duda es una que se acerca al carácter y el espíritu de una persona joven. Tener sueños, ser idealista y ambicioso es una condición fundamental de un científico y más aún de alguien que se inicia en la ciencia.
Probablemente en mi caso la aproximación a las ciencias de la naturaleza comenzó siendo muy niño en las montañas y bosques del sur de Chile. Aún en esos años uno podía disfrutar de una cordillera de Nahuelbuta relativamente inalterada. Nahuelbuta es la denominación que tiene la cordillera de la costa entre las regiones de Bio-Bio y la Araucanía. Nahuelbuta quiere decir “tierra de pumas”. Era habitual ver pumas y los campesinos se quejaban regularmente de que el “león” había bajado del monte y atacado a su ganado. Algunas veces salían a vengarse armados de palos, hondas y viejos rifles o escopetas. A veces regresaban heridos y cansados y otras con una pieza de caza que exhibir en sus casas. Los famosos “cazadores de pumas” tan respetados entre sus congéneres.
Nahuelbuta es una de las cunas de la cultura de Chile. En ella habitaron los mapuches que, en su lengua, el mapudungún, quiere decir “gente de la tierra”. Eran ellos unos pueblos guerreros y agricultores. Amaban y respetaban profundamente su entorno. Fueron un pueblo que supo defender sus tierras frente a la conquista y la colonización española por más de cuatrocientos años. Sólo fueron doblegados hasta fines del siglo 19, una vez que el estado chileno utilizó una milicia regular y moderna. Se llevó a cabo una colonización por parte de chilenos y también numerosos extranjeros (principalmente alemanes, suizos e italianos) que ocuparon los terrenos que anteriormente habitaban los mapuches. Esta zona se transformó en un eje de la “frontera”, una zona geográfica y cultural semejante al “lejano oeste” estadounidense. Una región con un rico legado de historias de pillaje, bandidos, colonos, indios, empresarios, trenes.
Geológicamente se trata de montes que forman parte de la cordillera de la costa de Chile. Una cordillera más gastada y vieja que la de los Andes. Con alturas de no más de 1000 msnm, sobre las que crecen y se desarrollan las más variadas plantas, animales, artrópodos y por supuesto seres humanos. Ahí vive el puma de los Andes (Felix concolor), aves como las cachañas, los tricahues, las garzas de río, los choroyes, el pitío y su característico grito. Es también el reino de las araucarias (Araucaria araucana), una especie de catedral entre los árboles. Los bellísimos coihues y su elegante silueta, los nobles pellines, las chilcas, arrayanes y cientos de otras especies.
Cada verano, desde mis tres años, yo pasaba al menos dos meses del año allí. Mis padres habían comprado un terreno de unas cuantas hectáreas y construido una pequeña cabaña cerca del río. El espacio ideal para el nacimiento de una vocación científica. Se trataba de un terreno relativamente aislado de la civilización, sin electricidad ni agua potable; para llegar a él se requería de una buena yunta de bueyes. En verano o invierno los caminos que atravesaban la cordillera podían quedar súbitamente inutilizables debido a la lluvia o los derrumbes, y los vehículos quedaban atrapados en la arcilla de sus suelos rojos (los famosos suelos rojos de la Araucanía).
Año tras año y a medida que crecía me iba maravillando con aquella naturaleza. Recorría primero a pie y luego a caballo los valles y bosques, reconocía los árboles, buscaba insectos entre los troncos podridos. Larvas del inmenso coleóptero “madre de la culebra” o ejemplares del “ciervo volante”, colectaba mariposas y avispas con redes que fabricaba, levantaba piedras en búsqueda de tarántulas, de alacranes, de culebras y sapos. También pescábamos con saltamontes que pinchábamos en anzuelos y amarrábamos a largas varas de coligües (Chusquea sp.). Pescábamos truchas no para comerlas sino para hacer un acuario. Los pobres peces no duraban demasiado.
También aprendía a conocer y querer a los hombres de esas tierras, gente sencilla y amable, aunque bastante reservada. Algunas veces llegaban hasta el patio de la casa caravanas de gente en carretas. Muchos habían realizado largos y penosos viajes desde villorrios lejanos allende la cordillera. De pronto bajaban de sus carretas aquejadas con dolores reales o imaginarios y se sentaban a esperar humildemente a ser atendidos. Nosotros los pequeños corríamos a avisar que llegaban los “huasos” (campesinos en el centro y sur de Chile), luego estos eran pacientemente atendidos por mi padre o mi madre. Ambos eran doctores y practicaban una verdadera medicina social. Incluso en aquel retiro de los hospitales y la ciudad, se daban un tiempo y esfuerzo por atender gratuitamente a los campesinos.
Luego de días de viaje, ancianos, bebés, niños, eran examinados y a veces operados de urgencia. Regresaban a sus casas o rucas con un saco de remedios (muestras médicas que habían sido pacientemente recolectadas durante el año) y una esperanza de alivio. En agradecimiento nos traían miel, piñones (los frutos de la araucaria), pichones de choroy, patos, gallinas y otros pequeños animales. Cada fin de verano terminábamos con un zoológico y no sabíamos qué hacer con aquellos pobres animales. El suelo, el agua, las plantas, los animales y aquella gente terminaron por formar parte de mi alma y anima, me cubrieron con un traje y un morral de recuerdos y alegrías.
En todo aquello también había una enseñanza: la necesidad de una ciencia al servicio de la gente. Sobre todo en nuestros países de Latinoamérica. Cuando pequeño, los estudios y descubrimientos científicos eran practicados con lagartijas dormidas con éter a las cuales disectaba para estudiar sus sistemas y anatomía. A veces despertaban súbitamente y comenzaban a convulsionarse. También lidiábamos con gallinas y patos a los cuales practicábamos diversas técnicas de resucitación luego de ahogarlos en el río; la curiosidad científica de un niño puede ser muy cruel. Recuerdo que también me llamaban mucho la atención los colores y formas que los distintos tipos de suelos dibujaban a la orilla de los caminos. Me sorprendía cómo la gente los moldeaba y fabricaba hornos para hacer carbón de leña. Nosotros también jugábamos con ellos fabricando pequeños animalitos, cacharros y máscaras.
Durante uno de aquellos años, un hermoso bosque de robles (pellines, hualles) que crecía en un monte cercano a nuestra casa (al otro lado del río) ardió durante varios días. No fue precisamente un accidente, sino la práctica tan criminal e inútil de la quema ilegal e incontrolada de bosques. El dueño de aquel bosque, un agricultor tradicional, dueño de varios miles de hectáreas, deseaba sembrar aquel “terreno inútil” para él con trigo. La forma más fácil y económica era el fuego. Se repetía la vieja historia de los incendios, de la erosión, la pérdida de biodiversidad y también de la belleza y paz que representaba aquel paisaje.
Afortunadamente aquel agricultor sólo pudo cultivar trigo en aquellas condiciones durante un par de años. Los peones trabajaron arduamente arando cuesta arriba con los bueyes, sembrando y luego segando a mano. Aquella primera cosecha fue todo un éxito. La festejaron y nos invitaron a la fiesta campesina de la trilla con caballos. Luego como era de esperar, las cosechas decayeron fuertemente. Luego del tercer año el terreno fue dejado a su suerte y parecía que no crecería nada más en aquellos rojos suelos arañados. Paso un año y nuevamente el “milagro” de la vida y la naturaleza hicieron su trabajo, lentamente regresaron las malezas, los pastos, la quila (Chusquea coleu) y luego los renovales de robles (hualles). Espero que el puma, los zorros, las nutrias de río hayan podido colonizar nuevamente aquel espacio (tanto el real como el que se forma en mi mente). Los aprendizajes, las enseñanzas surgen de las alegrías y penas. Una lección de ecología práctica recibí durante aquellos años.
Esa cordillera y esos bosques ya no son lo que vi y viví. Las grandes empresas forestales los transformaron en monocultivos, sus suelos fueron quemados y arañados por bulldozers. Todo ello fue a parar al fondo de los ríos, se los tragaron las ansias de progreso y dinero fresco. La gente se fue a las ciudades, ya no cultivaban la tierra, cortaban los bosques y los hacían leña y carbón. En el ínter los destinos de mi país eran llevados por un gobierno de facto, una dictadura militar que mostraba por los recursos naturales el mismo interés y trato que por las personas y sus derechos.
Estudié en un colegio alemán, del cual agradezco la disciplina, los conocimientos y sobre todo el interés tan germánico por todas las cosas, incluidas en ello especialmente el amor y cuidado por la naturaleza. Interesarse por las culturas de otros pueblos, por sus problemas. Incluso en el ambiente tan cerrado y conservador de aquellos años de dictadura había oportunidad para el diálogo sobre democracia y derechos humanos. Ello especialmente con los jóvenes profesores alemanes.
Ingresé a estudiar agronomía en la Facultad de Agronomía y Ciencias Forestales de la Universidad de Chile allá por el año 1989. Recuerdo que al inicio no fue lo que yo esperaba. Yo tenía una imagen diferente y quizás idealizada de esa universidad. Mi padre había sido profesor de medicina en ella durante varias décadas hasta su exoneración durante el gobierno militar. Lo que me esperaba era la “sombra” de lo que creía debería ser una Universidad, un espacio libre y abierto a las ideas, al diálogo, a la creación. Pocos profesores entusiasmaban a sus alumnos con las materias. Más bien parecía que repetían discursos y prácticas que ellos no se creían, más interesados en sus asesorías particulares o proyectillos que en la investigación y docencia. No existía una pedagogía que formara y diera alas a los futuros encargados de los recursos naturales del país.
Daba la impresión que la carrera se limitaba a transformar a los jóvenes en técnicos competentes al servicio de empresas agrícolas (grandes grupos familiares o transnacionales), manejando una camioneta todo el día y recetando productos de la Bayer, semillas de la Pioneer o lo que fuera. Muchos estudiantes estaban conformes con ello (lo siguen estando) y no se cuestionaban mayormente esas “prédicas”. Nada más lejano de mis originales ansias de estudiar la naturaleza y el mundo rural, de conectar e integrar disciplinas, de desarrollar muchas facetas.
La Universidad en Chile también había sufrido los efectos de la represión y la erosión de valores de los años anteriores. Recién llevábamos un año en democracia y los cambios demoraban en llegar. Otra cosa era entre los alumnos, mis compañeros de estudios y juergas. Tuve la suerte de poder compartir con estudiantes y tener amigos de las más variadas condiciones y regiones del país. Si algo había conservado la Universidad de Chile, era la diversidad y lo abigarrado de sus estudiantes. No era una élite perteneciente a un cierto sector de la sociedad como otras universidades tradicionales de mi país. Gracias a mis buenos amigos pude llevar esos primeros años.
No fui un alumno destacado, aunque tampoco malo. A los ramos que no me interesaban (muchos) no les dedicaba ningún esfuerzo. Asistía irregularmente a clases y en ellas no tomaba apuntes. En esos tiempos leía mucho sobre otras cosas que no tenían que ver con la carrera, filosofía, biología en general, novelistas rusos, alemanes e ingleses, poesía. Dibujaba mucho y buscaba el contacto de gente de otras carreras, de otras realidades, con otras motivaciones. Viajaba regularmente a mis queridos bosques de Nahuelbuta a encontrar la paz y el equilibrio. Nuevamente conversaba con los robles y observaba el correr del río, nuevamente visitaba a las gentes simples y francas del campo. Ello era mucho más verdadero y real que todas las “tonterías” que repetían algunos profesores sobre la rentabilidad de las grandes empresas, las ventajas comparativas de tener una mano de obra barata en el país (mal pagada y en pésimas condiciones de salud, previsión, etc.). Chile se había transformado en un importante país exportador de frutas, aunque las condiciones en los campos seguían asemejándose en muchos casos a las de un estado feudal. Los señores feudales eran los “Patrones de fundo” y los siervos los peones, los temporeros o los inquilinos. Realmente estaba desencantado con la Universidad y la rueda giraba sobre si misma sólo por inercia. Un año decidí seriamente dejar la carrera. Finalmente, por necesidades familiares debí continuar en ella.
Creo que mi acercamiento y motivación hacia la ciencia y disciplinas formales de la agronomía comenzaron sólo el último año de carrera, con mi tesis de titulación. En ello contribuyó el profesor Benavides, que colaboraba con las clases de fertilidad de suelos. Él era un profesor asistente, académicamente no era brillante, pero sí sabía motivar e interesar a sus alumnos. A uno le daban ganas de estudiar por cuenta propia lo que aquel profesor trataba de explicar (algunas veces lo lograba y otras terminaba en algo absolutamente distinto a lo que quería decir). Gracias al profesor Carlos Benavides y al doctor Tomás Cooper comenzó un proceso de revalorización de esta hermosa carrera. Me di cuenta que la investigación es algo apasionante y que la ciencia está mucho más conectada con el humanismo en general, en ello identificaba una concepción y experiencias propias. Más cerca de la curiosidad de un niño que de por ejemplo aquellas tediosas clases de entomología que dictaba un furibundo profesor, que infundía más bien miedo que ganas de aprender, o las de economía agraria (alabando las reformas del gobierno militar). Muchas cosas las he vuelto a estudiar por mi lado o en otras universidades de otros países y me he dado cuenta de su importancia. He vuelto a valorar grandemente disciplinas que había aborrecido.
Otra lección: Uno como maestro enseña a personas, crea proyectos nuevos (estudiantes que se iniciarán en una vida laboral y quizás seguirán el camino de la investigación). Un mal maestro puede cortarle muy fácilmente las alas a alguien lleno de anhelos.
Trabajé cerca de dos años en mi tesis de pregrado. Un proyecto en la zona Sur de Chile, en la provincia de Valdivia. Una zona muy lluviosa, donde los bosques se unen a los ríos, lagunas y al mar. Ese esfuerzo significó el inicio en el aprendizaje del oficio de investigador.
Por aquellos años trabajaba también como voluntario en la ONG CODEFF, dedicada a la preservación de la flora y fauna en Chile. Teníamos un centro en el cerro San Cristóbal en la ciudad de Santiago. Allí nos reuníamos para compartir, planificar y principalmente trabajar en un vivero dedicado a la propagación de árboles nativos. El propósito fundamental del grupo eran las labores de forestación tanto urbana como rural con especies nativas y también la educación medioambiental. Las plantas se donaban a escuelas y municipios de todo Santiago, especialmente a los sectores más pobres. No bastaba sólo con regalar los árboles, era fundamental tratar de transmitir el amor y cuidado por las plantas a aquellas personas.
En aquel grupo participaban voluntarios de los más diversas intereses, jóvenes y más viejos unidos por el amor a la naturaleza. Nos reuníamos regularmente y planificábamos diversas actividades. Un año se organizó un programa de trabajos voluntarios para colaborar en la remodelación de una escuela rural en el Alto Bío-Bío. Se trata de un área situada en la alta cordillera de los Andes habitada por variadas comunidades mapuches (“gentes de la tierra”). El Bío-Bío es un río de una profunda belleza que nace en las altas cumbres y atraviesa toda una Región a la cual da su nombre, para finalmente desembocar cerca de la ciudad de Concepción. Por aquellos años aún no se construía la gran represa hidroeléctrica del Alto Bío-Bío y el curso del río junto a la excepcional vegetación de la zona conformaban una de las zonas más apreciadas del mundo para practicar canoa y kayak.
En el programa participaban colaboradores de Chile y Europa, principalmente alemanes y holandeses. Lo integraban estudiantes de carreras de biología, pedagogía, música, ingeniería, veterinaria. Fue muy constructivo y enriquecedor para todos. En una de las tantas conversaciones un amigo comentó acerca de una beca para estudios de posgrado en la República Checa. En realidad, relataba las historias y peripecias que había sufrido una chilena en ese país y como había arrancado de regreso a Chile. La chica había alcanzado a estar medio año en el país, antes de escapar del internado donde estaba. Ella relataba que había tenido que saltar desde un segundo piso de noche, y luego tomar un tren hacia Alemania occidental. La verdad es que la chica tenía un novio allí y no esperó demasiado tiempo para ir a visitarlo. No lo había pasado nada bien y en realidad tampoco había hecho ningún esfuerzo por tratar de adaptarse a ese nuevo país. Ella seguramente estaba acostumbrada, como un gran grupo de jóvenes chilenos, a depender de los padres, la sirvienta, los amigos para la solución de los problemas o el cumplimiento de las labores domésticas. En Europa en general los estudiantes son más autosuficientes y además de estudiar están acostumbrados a trabajar y mantenerse por ellos mismos. Es como si un gran grupo de jóvenes latinoamericanos aún no superaran la infancia, la adolescencia y no supieran cortar el cordón umbilical con su entorno familiar y amigos, para desarrollarse y construirse ellos mismos.
¿Qué me llamó tanto la atención de aquel relato? Precisamente la situación por la que pasó aquella joven. Pensé en aquel hermoso país que ofrecía la posibilidad de estudiar gratis en una universidad, tener un pequeño estipendio y además poder empaparse de su cultura y belleza. Esa era una oportunidad excepcional, y yo quería aprovecharla. En Chile la educación tanto primaria, secundaria como superior es pagada. A pesar de grandes esfuerzos de los gobiernos democráticos, la educación es una gran tarea pendiente en el país. Los colegios públicos en general son de calidad muy inferior a los privados, y estos últimos no todos pueden pagarlos. Entrar a la Universidad depende en gran medida de la cuna donde se nació. La meritocracia es algo que aún no funciona plenamente. Para estudiar en el colegio y la Universidad, tanto mi padre como yo mismo debimos endeudarnos por muchos años. Si quería seguir estudiando y desarrollar un doctorado ello sólo sería posible mediante una beca fuera de mi país.
Conocía aquel país por mis lecturas de Kafka y sobretodo de Kundera. Este último me había entusiasmado mucho con su narrativa sobre la vida en ese país y me imaginé que quizás valía la pena ir a vivir historias similares a las aventuras que se narraban en aquellas novelas (las de Marketa, Milos y tantos otros). Praga, Bohemia, Brno, Moravia ya empezaban a sonar en mis oídos. República Checa por aquellos años (1995) era un país en magnífica ebullición, ansioso de abrirse al mundo occidental luego de haber vivido cuarenta años tras la cortina de hierro y la órbita soviética. Las relaciones diplomáticas con Chile se habían reestablecido luego que ambos países recuperaran sus regímenes democráticos, ambos, curiosamente, el mismo año de 1989. La época de oro de las relaciones con el país europeo habían sido los tres años que alcanzó a durar el régimen del presidente Allende a inicio de los setenta. Hubo un intenso intercambio económico y cultural interrumpido por el golpe militar. La Checoslovaquia de aquellos años era vista luego como uno de los grandes enemigos de Chile, lugar donde se preparaban los terroristas y se fabricaban las armas para atacar al país.
Fui un día a la embajada para informarme sobre las condiciones de la beca. Era una casa muy grande y antigua, aunque bien cuidada. Me atendió un muy amable cónsul que me hizo pasar a la residencia y me contó un poco sobre cómo era la vida en su país y porqué había elegido el trabajo diplomático (el era siquiatra de profesión). Los cuerpos diplomáticos checos que debieron ocupar sus puestos en muchos países occidentales con los cuales el país retomaba relaciones, estaban formados por profesionales y aventureros de las más diversas índoles, atraídos principalmente por conocer nuevos países. Este amable cónsul era una persona común y corriente muy amable y sencillo. Aprendí después que los checos son así en general, sencillos, muy patriotas y con una sed muy grande por viajar.
Me puse a ojear unas revistas escritas en aquel extraño idioma, el checo. ¿Sería capaz de aprender aquellas palabras? Sonaban tan diferentes a las lenguas basadas en el latín o las lenguas germánicas. Los idiomas eslavos, ruso, polaco, checo, etc., tienen todos las mismas raíces. Palabras complejas que casi no usan vocales, palabras musicales y queribles si las pronuncia una agradable joven, pero también toscas y duras si salen de la boca de un vendedor en la estación de trenes, de un policía y tantos otros.
Recibí la beca y en un par de meses me encontraba finalmente en la ciudad de Praga. Llegué en pleno invierno y de noche, la nieve cubría la ciudad de las mil torres. Me trasladé a un centro de la Universidad Carolina de Praga. Una señora de unos cincuenta y algo de años me recibió y me condujo hasta la cocina. En una mezcla de alemán e inglés tratamos de entendernos. Cocinó una tortilla de papas con tocino y mientras lo hacía no paraba de hablar y contar anécdotas que yo apenas comprendía. Curioso personaje, ella era la profesora Obstová del centro de idiomas de la universidad en la ciudad de Dobruska. Aquella noche me dormí escuchando el sonido de las campanas de una de las tantas iglesias. A la mañana siguiente llegaba en un raudo furgón marca Lada a embarcarme en el pequeño autobus que me trasladaría a mi destino de los próximos cinco meses, la ciudad de Dobruska. Subí mis maletas al autobús y la profesora Obstová le dio instrucciones al chofer para que me dejara en aquella ciudad. Tomé un puesto cerca de la ventana y nos pusimos en marcha. Lo que alcancé a ver de la ciudad aquella mañana ya me atraía mucho. Durante aquel viaje desde el centro de la República Checa, donde se encuentra Praga, hasta el noreste donde está Dobruska, fuimos atravesando por ciudades como Pardubice, Hradec, Králove, Opocno, por bosques, por pequeñas colinas, dejábamos atrás inmensos campos sembrados con cebada o trigo y viejas fábricas y usinas abandonadas. Luego de unas cuantas horas en aquel estrecho autobús llegué finalmente a Dobruska. Me esperaban otros compañeros del centro, entre ellos un chileno y dos argentinos. Durante los próximos meses haríamos todos muy buenas migas y nos ayudaríamos en nuestra estancia en aquel país.
En el centro de idiomas de Dobruska nos dieron lecciones para tener algunas nociones del lenguaje. Lo agradecíamos mucho ya que nos permitían hacer los primeros intentos de comunicación con las checas, comprar en el mercado y poder leer una lista de comidas en el Restaurant. No había asuntos más importantes durante esos meses. Vivíamos un poco al margen del mundo anterior, aprendíamos a entendernos con la gente de los más variados países que pasaban por ese centro, africanos, asiáticos, de oriente medio, latinoamericanos y sobretodo checos. Fue un tiempo lleno de emociones y aventuras, un tiempo para aprender también de aquella fabulosa cultura.
Se acercaba ya el final de esas “vacaciones” y cada uno debía ir a su ciudad a estudiar en su respectiva universidad. Algunos regresaron a su país de origen porque no aguantaron la vida en aquel país o porque no habían sido aceptados en alguna de sus universidades. Yo debía ir a la Universidad de Mendel (Facultad de Ciencias Vegetales) en la ciudad de Brno al sur de la república. Comencé mi doctorado en el departamento de química agrícola y nutrición mineral.
Mi profesor guía, el Profesor Hlusek, era un checo moravo, de grandes proporciones, buen profesor y también buen fabricante de todo tipo de cecinas que cada mañana me ofrecía con un gran trozo de pan. El me encontraba flaco y por ello me decía “que así como se come así se trabaja”. Ello debía ser cierto ya que además de su gran envergadura era muy trabajador. Vivía en un pueblito a unos 50 km de Brno y cada mañana llegaba puntualmente al laboratorio a las seis de la mañana o incluso a las cinco. Allí se aprovecha muy bien la mañana y por ello pueden llegar antes a sus hogares. En algunos casos salen del trabajo a las tres de la tarde. Eso estaba bien para los checos, pero a mí me costaba acostumbrarme a ese ritmo tan madrugador. Lo compensaba quedándome a trabajar hasta más tarde.
Comencé un tema relacionado con el uso de micorrizas arbusculares y su influencia sobre la nutrición mineral en manzanos. Un estudio de tres años que me permitía seguir estudiando aspectos de la nutrición mineral de plantas y además incorporar aspectos de la biología de suelos y micorrizas.
La Universidad de Mendel recibe su nombre del monje Gegor Mendel, el primer científico que describió las leyes que rigen la herencia genética a partir de sus ensayos con guisantes. Él era un monje agustino que gustaba de la botánica y las ciencias. Publicó ya en 1866 su trabajo “Versuche über Pflanzenhybriden”, en una Revista científica local de Brünn (Brno actual). Aquel trabajo pasó absolutamente desapercibido hasta inicios del siglo XX, cuando fue redescubierto por  de Vries.
La Universidad tiene una historia que se remonta a fines del siglo XIX, es la primera Universidad Checa en la enseñanza de disciplinas relacionadas con la Agronomía y las Ciencias Forestales. El Departamento donde trabajaba estaba relativamente bien equipado y el ambiente de trabajo era bueno. Junto con el jefe del departamento, el profesor Richter, trabajaban el profesor Hlusek, dos profesores asistentes, cuatro técnicos de laboratorio, cuatro doctorandos, entre ellos yo.
Una de las barreras fue el idioma, no sólo para comunicarse sino para trabajar. Los nombres de los reactivos químicos, los protocolos, etc. en un idioma con muy pocas palabras derivadas del latín. Afortunadamente con paciencia y esfuerzo pude salir adelante. Realizar un estudio de doctorado permite tener herramientas y entrenamiento para comenzar a desarrollar actividades docentes y de investigación. Así por lo menos se entiende en Europa. Es el primer paso para dedicarse a las ciencias. Los doctorandos comienzan sus trabajos en promedio con 25 años y antes de los 30 ya son activos en publicaciones y desarrollo de proyectos.
El programa de doctorado que seguí en República Checa estaba centrado en el proyecto de Investigación aunque además contemplaba cursos accesorios sobre metodología científica, suelos, nutrición mineral, inglés científico, entre otros. Uno debía rendir exámenes escritos y orales en cada una de esas disciplinas para poder acceder a la presentación y defensa de la tesis. Junto con mi trabajo específico en manzanos también colaboraba en otros proyectos que se llevaban a cabo en el departamento (vides, canola, cebada).
Recuerdo que me sorprendí la primera vez que fuimos a trabajos de campo y los profesores de cátedra se pusieron a trabajar codo a codo con nosotros, cargando sacos de fertilizante, sacando muestras de suelos, ayudando en las cosechas. En Chile los profesores en general no se “ensuciaban” con esos trabajos. Luego del trabajo descargaban una caja de cervezas de la maletera del auto. Una manera checa de refrescar la sed. No hay que olvidar que la cerveza checa es una de las mejores del mundo, de hecho la marca de cerveza  Pilsen es el nombre de una ciudad checa.
El trato entre profesores y alumnos favorecía mucho la comunicación y el trabajo. Por cierto, que no todo fue amable y agradable durante aquellos años. Las diferencias culturales y la lejanía de la patria por cierto hacían bajar la moral de cuando en cuando. El clima tampoco era demasiado agradable. En invierno los termómetros podían bajar a -20º C y el sol se perdía del horizonte por muchos meses. Fundamental era tener buenos amigos y también una novia. En el primer caso tenía un grupo de amigos checos y algunos latinoamericanos, en el segundo caso no era demasiado difícil caer rendidamente enamorado ante las bellas checas.
Vivía en una residencia estudiantil (Kolej) en un pequeño cuarto. Cientos de estudiantes convivíamos en estas residencias sencillas pero que bastaban muy bien cuando se es estudiante. Recibía un pequeño estipendio del estado checo que alcanzaba para las necesidades básicas. Durante las vacaciones trabajaba en Alemania en un hotel como camarero para tener dinero extra con el cual darme algunos gustos y poder viajar a mi país. Trabajar y estudiar es algo muy normal entre los estudiantes checos. Durante los fines de semana o las vacaciones se mueven por el país y Europa en general trabajando en lo que encuentren. Es una práctica que crea buenos hábitos y hace valorar el trabajo propio para generar recursos.
Terminé finalmente mi doctorado y regresé a mi país dejando a la novia en República Checa. Triste, pero con la promesa de regresar. Retornar al país luego de casi cinco años no fue fácil tampoco. Afortunadamente pude seguir trabajando con el profesor Cooper en la Universidad de Chile. Estuve allí dos años en proyectos de investigación y desarrollo en fruticultura. A fines de aquel primer año pude regresar a Chequia y el segundo año mi novia se fue a vivir a Chile por un año.
Los proyectos en la Universidad de Chile abarcaban extensas zonas del país. Debíamos viajar todos los meses al norte y sur de Chile y lidiar con los agricultores, los informes y las agencias que entregaban los fondos. Postulé en un concurso público como académico en la Universidad Católica del Maule en la ciudad de Curicó, ubicada en el centro-Sur del país. Fui aceptado y comencé a trabajar a media jornada en la Universidad de Chile y la del Maule. Aquello no fue quizás una buena idea ya que tenía muy poco tiempo y las dos medias jornadas se transformaban fácilmente en dos jornadas completas de trabajo. Tuve que decidirme por uno de los dos trabajos si quería hacer bien las cosas y continuar la carrera académica. Me decidí por la Universidad Católica del Maule, que me permitía hacer docencia y además vivir en una ciudad más pequeña y tranquila que Santiago de Chile. Aproveché una estadía de postdoctorado en España para realizar el cambio.
Las universidades regionales de Chile tienen ventajas y desventajas. La lentitud administrativa, la carencia de todos los recursos e instalaciones que uno quisiera, un cierto sentimiento de aislamiento, etc. En mi caso la Universidad es muy joven, más aún su Facultad de Ciencias Agrarias y Forestales. Existen muchas demandas, necesidades y carencias, pero también amplias posibilidades si hacemos las cosas con convicción y gusto por el trabajo bien hecho. Esa es por lo menos la consigna que intento practicar. En el ínter he podido realizar otras pasantías postdoctorales en Suiza y España. Hemos podido generar interesantes proyectos de investigación y poco a poco capacitar a más personas que velarán por el resguardo de los recursos de la región.
Esta pequeña historia personal intenta entregar una versión y ejemplificar cómo se desarrolla una carrera científica en una persona con un interés en las ciencias de la naturaleza, una mediana paciencia y una gran convicción en que siempre podemos esperar algo mejor si nos esforzamos en dar lo mejor de nuestro trabajo, nuestro espíritu y corazón en nuestros actos. Todo esfuerzo es coronado con una recompensa, aunque ella no llegue de inmediato.
Amar a la naturaleza, respetarla y volver a sentir la comunidad con ella está en el centro de nuestro ser. Nuestros átomos, nuestras moléculas y tejidos no son diferentes a los que encontramos en el suelo, el agua, las plantas y animales.

Eduardo von Bennewitz Álvarez
Otoño del 2016
Publicado en 207
Segunda edición en el 2018