Recientemente recibí la noticia de la desaparición de
mi estimado amigo el Dr. Eduardo von Bennewitz Álvarez en las montañas de La
Araucanía chilena, terrenos amados y bien conocidos por él. Después de aceptar lo que pasó pensé que una buena manera de recordarlo es dando a conocer parte de lo que él fue, por esto, abajo les dejo un
texto que él escribió para un libro titulado “Consejos a los jóvenes con
vocación científica”, disfrútenlo, es parte de su legado a este mundo. Ojalá y se formen muchos nuevos Eduardos como él, el mundo los necesitará.
A sus familiares (esposa, tres hijas y hermanos) mis
condolencias, así como a los varios amigos mutuos, descanse en paz, lo extrañaremos.
Confiar en nuestra
voz interior
Por Eduardo von
Bennewitz Álvarez
El camino misterioso va hacia el
interior.
Es en nosotros, y no en otra parte,
donde se halla
la eternidad de los mundos, el
pasado y el futuro.
Novalis (1772-1801)
No es fácil y al mismo tiempo
quizás tampoco sea demasiado difícil comenzar a escribir sobre una idea, un pensamiento
un sentimiento o una simple intuición. El asunto es que creo que hay que
hacerlo sólo cuando sintamos realmente que en ello se nos va un pedazo de vida
y que dejemos un mensaje o abramos una puerta. ¿Cuál es el deseo y cómo ponerle
alas? Saber medianamente qué es lo que se quiere, el resto llega casi por
añadidura. Y aún más si en ello colocamos también nuestro corazón.
Existen en el transcurso de
nuestras vidas un par o quizás una decena de hechos trascendentes que se
proyectan más allá de lo que imaginamos. Se trata de aquellos instantes que
hacen cambiar totalmente el rumbo de nuestras conciencias y actos y que nos
impiden seguir siendo lo que éramos hasta ese instante. Son el preámbulo de
nuestro ser y cómo nos veremos en el futuro. Algunos de estos hechos son
perfectamente simples y concretos y quizás por ello dejen precisamente una
huella aún más honda en nuestro corazón y pensamiento.
Estos hechos simples y
trascendentes ocurren generalmente durante los años de nuestra primera infancia
y juventud. ¿Quién no queda asombrado al descubrir el brillo de una luz, o
sentir el agua sobre el rostro, o el calor de los abrazos y caricias de su
madre, el ladrar de un perro, el vuelo de las moscas? Esa primera mirada y
aproximación al mundo se nos presenta llena de desafíos, de misterios, de
inquietudes. La afrontamos con una inmensa curiosidad y para nosotros cada
nuevo minuto representa un nuevo descubrimiento, un sobresalto, la sospecha de
algo fantástico e inquietante.
Me gustaría pensar que las personas
que se dedican a la ciencia, lo hacen desde la perspectiva, la curiosidad y la
falta de prejuicios de aquel niño. Para otros quizás sea la perspectiva de un
adolescente lleno de ideales y que se quiere echar el mundo en su morral de
peregrino. Aquel que quiere salir a recorrer y explorar el mundo de las ideas y
de los hombres, de la cultura, del universo.
¿No es acaso la ciencia sino la
búsqueda de algún tipo de verdad? Una verdad científica, para diferenciarla de
otras verdades como la fe (en un dios, en el hombre, en la naturaleza,
etc.). La misma verdad que busca una
criatura para comprender y comprenderse, convivir y maravillarse con el mundo
que le rodea. Aquella en la cual logra armonía y comunidad con su entorno,
aquella donde puede expresar su ser.
Desconocer la existencia y las
posibilidades de la ciencia, como también las del espíritu y la religión, es
quitarle alas a nuestro paso por la vida. Una ciencia por y para sí misma, sin
la presencia del hombre y sus dioses, sin una guía y un propósito a los fines
de la humanidad, se desvanece y pierde un sentido de trascendencia.
Creo que en cierta medida cada
persona es o puede ser un joven científico, aunque ya no sea joven o crea no
entender alguna de las herramientas o prácticas de la ciencia. La ciencia no es
un dominio particular de alguien con un delantal, unas gruesas gafas o una
oficina llena de diplomas. Es un joven científico aquel poeta que invita a los
lectores a hacer renacer la rosa de tiempo en tiempo, no simplemente a
admirarla o describirla. Lo es también aquel que aconseja conocer los nombres
de las plantas, de los animales, de los insectos y también de las rocas, para
que cada vez que nos encontremos con ellos les podamos reconocer y saludarles y
que ellos también nos saluden a nuestro paso.
Quizás sea esta una visión
romántica de la ciencia, una aproximación panteista, más bien ligada al
pensamiento de los filósofos y científicos alemanes como Goethe, Humboldt,
Leibnitz o de aquellos iluminados como William Blake. Quizás sea sólo una de
las tantas características de la ciencia, pero sin duda es una que se acerca al
carácter y el espíritu de una persona joven. Tener sueños, ser idealista y
ambicioso es una condición fundamental de un científico y más aún de alguien
que se inicia en la ciencia.
Probablemente en mi caso la
aproximación a las ciencias de la naturaleza comenzó siendo muy niño en las
montañas y bosques del sur de Chile. Aún en esos años uno podía disfrutar de
una cordillera de Nahuelbuta relativamente inalterada. Nahuelbuta es la
denominación que tiene la cordillera de la costa entre las regiones de Bio-Bio
y la Araucanía. Nahuelbuta quiere decir “tierra de pumas”. Era habitual ver
pumas y los campesinos se quejaban regularmente de que el “león” había bajado
del monte y atacado a su ganado. Algunas veces salían a vengarse armados de
palos, hondas y viejos rifles o escopetas. A veces regresaban heridos y
cansados y otras con una pieza de caza que exhibir en sus casas. Los famosos
“cazadores de pumas” tan respetados entre sus congéneres.
Nahuelbuta es una de las cunas de
la cultura de Chile. En ella habitaron los mapuches que, en su lengua, el
mapudungún, quiere decir “gente de la tierra”. Eran ellos unos pueblos
guerreros y agricultores. Amaban y respetaban profundamente su entorno. Fueron
un pueblo que supo defender sus tierras frente a la conquista y la colonización
española por más de cuatrocientos años. Sólo fueron doblegados hasta fines del
siglo 19, una vez que el estado chileno utilizó una milicia regular y moderna.
Se llevó a cabo una colonización por parte de chilenos y también numerosos
extranjeros (principalmente alemanes, suizos e italianos) que ocuparon los
terrenos que anteriormente habitaban los mapuches. Esta zona se transformó en
un eje de la “frontera”, una zona geográfica y cultural semejante al “lejano
oeste” estadounidense. Una región con un rico legado de historias de pillaje,
bandidos, colonos, indios, empresarios, trenes.
Geológicamente se trata de montes
que forman parte de la cordillera de la costa de Chile. Una cordillera más
gastada y vieja que la de los Andes. Con alturas de no más de 1000 msnm, sobre
las que crecen y se desarrollan las más variadas plantas, animales, artrópodos
y por supuesto seres humanos. Ahí vive el puma de los Andes (Felix concolor),
aves como las cachañas, los tricahues, las garzas de río, los choroyes, el
pitío y su característico grito. Es también el reino de las araucarias
(Araucaria araucana), una especie de catedral entre los árboles. Los bellísimos
coihues y su elegante silueta, los nobles pellines, las chilcas, arrayanes y
cientos de otras especies.
Cada verano, desde mis tres años,
yo pasaba al menos dos meses del año allí. Mis padres habían comprado un
terreno de unas cuantas hectáreas y construido una pequeña cabaña cerca del
río. El espacio ideal para el nacimiento de una vocación científica. Se trataba
de un terreno relativamente aislado de la civilización, sin electricidad ni
agua potable; para llegar a él se requería de una buena yunta de bueyes. En
verano o invierno los caminos que atravesaban la cordillera podían quedar
súbitamente inutilizables debido a la lluvia o los derrumbes, y los vehículos
quedaban atrapados en la arcilla de sus suelos rojos (los famosos suelos rojos
de la Araucanía).
Año tras año y a medida que crecía
me iba maravillando con aquella naturaleza. Recorría primero a pie y luego a
caballo los valles y bosques, reconocía los árboles, buscaba insectos entre los
troncos podridos. Larvas del inmenso coleóptero “madre de la culebra” o
ejemplares del “ciervo volante”, colectaba mariposas y avispas con redes que
fabricaba, levantaba piedras en búsqueda de tarántulas, de alacranes, de
culebras y sapos. También pescábamos con saltamontes que pinchábamos en
anzuelos y amarrábamos a largas varas de coligües (Chusquea sp.). Pescábamos
truchas no para comerlas sino para hacer un acuario. Los pobres peces no
duraban demasiado.
También aprendía a conocer y querer
a los hombres de esas tierras, gente sencilla y amable, aunque bastante
reservada. Algunas veces llegaban hasta el patio de la casa caravanas de gente
en carretas. Muchos habían realizado largos y penosos viajes desde villorrios
lejanos allende la cordillera. De pronto bajaban de sus carretas aquejadas con
dolores reales o imaginarios y se sentaban a esperar humildemente a ser
atendidos. Nosotros los pequeños corríamos a avisar que llegaban los “huasos”
(campesinos en el centro y sur de Chile), luego estos eran pacientemente
atendidos por mi padre o mi madre. Ambos eran doctores y practicaban una
verdadera medicina social. Incluso en aquel retiro de los hospitales y la
ciudad, se daban un tiempo y esfuerzo por atender gratuitamente a los
campesinos.
Luego de días de viaje, ancianos,
bebés, niños, eran examinados y a veces operados de urgencia. Regresaban a sus
casas o rucas con un saco de remedios (muestras médicas que habían sido
pacientemente recolectadas durante el año) y una esperanza de alivio. En
agradecimiento nos traían miel, piñones (los frutos de la araucaria), pichones
de choroy, patos, gallinas y otros pequeños animales. Cada fin de verano
terminábamos con un zoológico y no sabíamos qué hacer con aquellos pobres
animales. El suelo, el agua, las plantas, los animales y aquella gente
terminaron por formar parte de mi alma y anima, me cubrieron con un traje y un
morral de recuerdos y alegrías.
En todo aquello también había una
enseñanza: la necesidad de una ciencia al servicio de la gente. Sobre todo en
nuestros países de Latinoamérica. Cuando pequeño, los estudios y
descubrimientos científicos eran practicados con lagartijas dormidas con éter a
las cuales disectaba para estudiar sus sistemas y anatomía. A veces despertaban
súbitamente y comenzaban a convulsionarse. También lidiábamos con gallinas y
patos a los cuales practicábamos diversas técnicas de resucitación luego de
ahogarlos en el río; la curiosidad científica de un niño puede ser muy cruel.
Recuerdo que también me llamaban mucho la atención los colores y formas que los
distintos tipos de suelos dibujaban a la orilla de los caminos. Me sorprendía cómo
la gente los moldeaba y fabricaba hornos para hacer carbón de leña. Nosotros
también jugábamos con ellos fabricando pequeños animalitos, cacharros y
máscaras.
Durante uno de aquellos años, un
hermoso bosque de robles (pellines, hualles) que crecía en un monte cercano a
nuestra casa (al otro lado del río) ardió durante varios días. No fue
precisamente un accidente, sino la práctica tan criminal e inútil de la quema
ilegal e incontrolada de bosques. El dueño de aquel bosque, un agricultor
tradicional, dueño de varios miles de hectáreas, deseaba sembrar aquel “terreno
inútil” para él con trigo. La forma más fácil y económica era el fuego. Se
repetía la vieja historia de los incendios, de la erosión, la pérdida de
biodiversidad y también de la belleza y paz que representaba aquel paisaje.
Afortunadamente aquel agricultor
sólo pudo cultivar trigo en aquellas condiciones durante un par de años. Los
peones trabajaron arduamente arando cuesta arriba con los bueyes, sembrando y
luego segando a mano. Aquella primera cosecha fue todo un éxito. La festejaron
y nos invitaron a la fiesta campesina de la trilla con caballos. Luego como era
de esperar, las cosechas decayeron fuertemente. Luego del tercer año el terreno
fue dejado a su suerte y parecía que no crecería nada más en aquellos rojos
suelos arañados. Paso un año y nuevamente el “milagro” de la vida y la
naturaleza hicieron su trabajo, lentamente regresaron las malezas, los pastos,
la quila (Chusquea coleu) y luego los renovales de robles (hualles). Espero que
el puma, los zorros, las nutrias de río hayan podido colonizar nuevamente aquel
espacio (tanto el real como el que se forma en mi mente). Los aprendizajes, las
enseñanzas surgen de las alegrías y penas. Una lección de ecología práctica
recibí durante aquellos años.
Esa cordillera y esos bosques ya no
son lo que vi y viví. Las grandes empresas forestales los transformaron en
monocultivos, sus suelos fueron quemados y arañados por bulldozers. Todo ello
fue a parar al fondo de los ríos, se los tragaron las ansias de progreso y
dinero fresco. La gente se fue a las ciudades, ya no cultivaban la tierra,
cortaban los bosques y los hacían leña y carbón. En el ínter los destinos de mi
país eran llevados por un gobierno de facto, una dictadura militar que mostraba
por los recursos naturales el mismo interés y trato que por las personas y sus
derechos.
Estudié en un colegio alemán, del
cual agradezco la disciplina, los conocimientos y sobre todo el interés tan
germánico por todas las cosas, incluidas en ello especialmente el amor y
cuidado por la naturaleza. Interesarse por las culturas de otros pueblos, por
sus problemas. Incluso en el ambiente tan cerrado y conservador de aquellos
años de dictadura había oportunidad para el diálogo sobre democracia y derechos
humanos. Ello especialmente con los jóvenes profesores alemanes.
Ingresé a estudiar agronomía en la
Facultad de Agronomía y Ciencias Forestales de la Universidad de Chile allá por
el año 1989. Recuerdo que al inicio no fue lo que yo esperaba. Yo tenía una
imagen diferente y quizás idealizada de esa universidad. Mi padre había sido
profesor de medicina en ella durante varias décadas hasta su exoneración
durante el gobierno militar. Lo que me esperaba era la “sombra” de lo que creía
debería ser una Universidad, un espacio libre y abierto a las ideas, al
diálogo, a la creación. Pocos profesores entusiasmaban a sus alumnos con las
materias. Más bien parecía que repetían discursos y prácticas que ellos no se
creían, más interesados en sus asesorías particulares o proyectillos que en la
investigación y docencia. No existía una pedagogía que formara y diera alas a
los futuros encargados de los recursos naturales del país.
Daba la impresión que la carrera se
limitaba a transformar a los jóvenes en técnicos competentes al servicio de
empresas agrícolas (grandes grupos familiares o transnacionales), manejando una
camioneta todo el día y recetando productos de la Bayer, semillas de la Pioneer
o lo que fuera. Muchos estudiantes estaban conformes con ello (lo siguen
estando) y no se cuestionaban mayormente esas “prédicas”. Nada más lejano de
mis originales ansias de estudiar la naturaleza y el mundo rural, de conectar e
integrar disciplinas, de desarrollar muchas facetas.
La Universidad en Chile también
había sufrido los efectos de la represión y la erosión de valores de los años
anteriores. Recién llevábamos un año en democracia y los cambios demoraban en
llegar. Otra cosa era entre los alumnos, mis compañeros de estudios y juergas.
Tuve la suerte de poder compartir con estudiantes y tener amigos de las más
variadas condiciones y regiones del país. Si algo había conservado la
Universidad de Chile, era la diversidad y lo abigarrado de sus estudiantes. No
era una élite perteneciente a un cierto sector de la sociedad como otras
universidades tradicionales de mi país. Gracias a mis buenos amigos pude llevar
esos primeros años.
No fui un alumno destacado, aunque
tampoco malo. A los ramos que no me interesaban (muchos) no les dedicaba ningún
esfuerzo. Asistía irregularmente a clases y en ellas no tomaba apuntes. En esos
tiempos leía mucho sobre otras cosas que no tenían que ver con la carrera,
filosofía, biología en general, novelistas rusos, alemanes e ingleses, poesía.
Dibujaba mucho y buscaba el contacto de gente de otras carreras, de otras
realidades, con otras motivaciones. Viajaba regularmente a mis queridos bosques
de Nahuelbuta a encontrar la paz y el equilibrio. Nuevamente conversaba con los
robles y observaba el correr del río, nuevamente visitaba a las gentes simples
y francas del campo. Ello era mucho más verdadero y real que todas las
“tonterías” que repetían algunos profesores sobre la rentabilidad de las
grandes empresas, las ventajas comparativas de tener una mano de obra barata en
el país (mal pagada y en pésimas condiciones de salud, previsión, etc.). Chile
se había transformado en un importante país exportador de frutas, aunque las
condiciones en los campos seguían asemejándose en muchos casos a las de un
estado feudal. Los señores feudales eran los “Patrones de fundo” y los siervos
los peones, los temporeros o los inquilinos. Realmente estaba desencantado con la
Universidad y la rueda giraba sobre si misma sólo por inercia. Un año decidí
seriamente dejar la carrera. Finalmente, por necesidades familiares debí
continuar en ella.
Creo que mi acercamiento y
motivación hacia la ciencia y disciplinas formales de la agronomía comenzaron
sólo el último año de carrera, con mi tesis de titulación. En ello contribuyó
el profesor Benavides, que colaboraba con las clases de fertilidad de suelos. Él
era un profesor asistente, académicamente no era brillante, pero sí sabía motivar
e interesar a sus alumnos. A uno le daban ganas de estudiar por cuenta propia
lo que aquel profesor trataba de explicar (algunas veces lo lograba y otras
terminaba en algo absolutamente distinto a lo que quería decir). Gracias al
profesor Carlos Benavides y al doctor Tomás Cooper comenzó un proceso de
revalorización de esta hermosa carrera. Me di cuenta que la investigación es
algo apasionante y que la ciencia está mucho más conectada con el humanismo en
general, en ello identificaba una concepción y experiencias propias. Más cerca
de la curiosidad de un niño que de por ejemplo aquellas tediosas clases de
entomología que dictaba un furibundo profesor, que infundía más bien miedo que
ganas de aprender, o las de economía agraria (alabando las reformas del
gobierno militar). Muchas cosas las he vuelto a estudiar por mi lado o en otras
universidades de otros países y me he dado cuenta de su importancia. He vuelto
a valorar grandemente disciplinas que había aborrecido.
Otra lección: Uno como maestro
enseña a personas, crea proyectos nuevos (estudiantes que se iniciarán en una
vida laboral y quizás seguirán el camino de la investigación). Un mal maestro
puede cortarle muy fácilmente las alas a alguien lleno de anhelos.
Trabajé cerca de dos años en mi
tesis de pregrado. Un proyecto en la zona Sur de Chile, en la provincia de
Valdivia. Una zona muy lluviosa, donde los bosques se unen a los ríos, lagunas
y al mar. Ese esfuerzo significó el inicio en el aprendizaje del oficio de
investigador.
Por aquellos años trabajaba también
como voluntario en la ONG CODEFF, dedicada a la preservación de la flora y
fauna en Chile. Teníamos un centro en el cerro San Cristóbal en la ciudad de
Santiago. Allí nos reuníamos para compartir, planificar y principalmente
trabajar en un vivero dedicado a la propagación de árboles nativos. El
propósito fundamental del grupo eran las labores de forestación tanto urbana
como rural con especies nativas y también la educación medioambiental. Las
plantas se donaban a escuelas y municipios de todo Santiago, especialmente a
los sectores más pobres. No bastaba sólo con regalar los árboles, era
fundamental tratar de transmitir el amor y cuidado por las plantas a aquellas
personas.
En aquel grupo participaban
voluntarios de los más diversas intereses, jóvenes y más viejos unidos por el
amor a la naturaleza. Nos reuníamos regularmente y planificábamos diversas
actividades. Un año se organizó un programa de trabajos voluntarios para
colaborar en la remodelación de una escuela rural en el Alto Bío-Bío. Se trata
de un área situada en la alta cordillera de los Andes habitada por variadas
comunidades mapuches (“gentes de la tierra”). El Bío-Bío es un río de una
profunda belleza que nace en las altas cumbres y atraviesa toda una Región a la
cual da su nombre, para finalmente desembocar cerca de la ciudad de Concepción.
Por aquellos años aún no se construía la gran represa hidroeléctrica del Alto
Bío-Bío y el curso del río junto a la excepcional vegetación de la zona
conformaban una de las zonas más apreciadas del mundo para practicar canoa y
kayak.
En el programa participaban
colaboradores de Chile y Europa, principalmente alemanes y holandeses. Lo
integraban estudiantes de carreras de biología, pedagogía, música, ingeniería,
veterinaria. Fue muy constructivo y enriquecedor para todos. En una de las
tantas conversaciones un amigo comentó acerca de una beca para estudios de
posgrado en la República Checa. En realidad, relataba las historias y
peripecias que había sufrido una chilena en ese país y como había arrancado de
regreso a Chile. La chica había alcanzado a estar medio año en el país, antes
de escapar del internado donde estaba. Ella relataba que había tenido que
saltar desde un segundo piso de noche, y luego tomar un tren hacia Alemania
occidental. La verdad es que la chica tenía un novio allí y no esperó demasiado
tiempo para ir a visitarlo. No lo había pasado nada bien y en realidad tampoco
había hecho ningún esfuerzo por tratar de adaptarse a ese nuevo país. Ella
seguramente estaba acostumbrada, como un gran grupo de jóvenes chilenos, a
depender de los padres, la sirvienta, los amigos para la solución de los
problemas o el cumplimiento de las labores domésticas. En Europa en general los
estudiantes son más autosuficientes y además de estudiar están acostumbrados a
trabajar y mantenerse por ellos mismos. Es como si un gran grupo de jóvenes
latinoamericanos aún no superaran la infancia, la adolescencia y no supieran
cortar el cordón umbilical con su entorno familiar y amigos, para desarrollarse
y construirse ellos mismos.
¿Qué me llamó tanto la atención de
aquel relato? Precisamente la situación por la que pasó aquella joven. Pensé en
aquel hermoso país que ofrecía la posibilidad de estudiar gratis en una
universidad, tener un pequeño estipendio y además poder empaparse de su cultura
y belleza. Esa era una oportunidad excepcional, y yo quería aprovecharla. En
Chile la educación tanto primaria, secundaria como superior es pagada. A pesar
de grandes esfuerzos de los gobiernos democráticos, la educación es una gran tarea
pendiente en el país. Los colegios públicos en general son de calidad muy
inferior a los privados, y estos últimos no todos pueden pagarlos. Entrar a la
Universidad depende en gran medida de la cuna donde se nació. La meritocracia
es algo que aún no funciona plenamente. Para estudiar en el colegio y la
Universidad, tanto mi padre como yo mismo debimos endeudarnos por muchos años.
Si quería seguir estudiando y desarrollar un doctorado ello sólo sería posible
mediante una beca fuera de mi país.
Conocía aquel país por mis lecturas
de Kafka y sobretodo de Kundera. Este último me había entusiasmado mucho con su
narrativa sobre la vida en ese país y me imaginé que quizás valía la pena ir a
vivir historias similares a las aventuras que se narraban en aquellas novelas
(las de Marketa, Milos y tantos otros). Praga, Bohemia, Brno, Moravia ya
empezaban a sonar en mis oídos. República Checa por aquellos años (1995) era un
país en magnífica ebullición, ansioso de abrirse al mundo occidental luego de
haber vivido cuarenta años tras la cortina de hierro y la órbita soviética. Las
relaciones diplomáticas con Chile se habían reestablecido luego que ambos
países recuperaran sus regímenes democráticos, ambos, curiosamente, el mismo
año de 1989. La época de oro de las relaciones con el país europeo habían sido
los tres años que alcanzó a durar el régimen del presidente Allende a inicio de
los setenta. Hubo un intenso intercambio económico y cultural interrumpido por
el golpe militar. La Checoslovaquia de aquellos años era vista luego como uno
de los grandes enemigos de Chile, lugar donde se preparaban los terroristas y
se fabricaban las armas para atacar al país.
Fui un día a la embajada para
informarme sobre las condiciones de la beca. Era una casa muy grande y antigua,
aunque bien cuidada. Me atendió un muy amable cónsul que me hizo pasar a la
residencia y me contó un poco sobre cómo era la vida en su país y porqué había
elegido el trabajo diplomático (el era siquiatra de profesión). Los cuerpos
diplomáticos checos que debieron ocupar sus puestos en muchos países
occidentales con los cuales el país retomaba relaciones, estaban formados por
profesionales y aventureros de las más diversas índoles, atraídos
principalmente por conocer nuevos países. Este amable cónsul era una persona
común y corriente muy amable y sencillo. Aprendí después que los checos son así
en general, sencillos, muy patriotas y con una sed muy grande por viajar.
Me puse a ojear unas revistas
escritas en aquel extraño idioma, el checo. ¿Sería capaz de aprender aquellas
palabras? Sonaban tan diferentes a las lenguas basadas en el latín o las
lenguas germánicas. Los idiomas eslavos, ruso, polaco, checo, etc., tienen
todos las mismas raíces. Palabras complejas que casi no usan vocales, palabras
musicales y queribles si las pronuncia una agradable joven, pero también toscas
y duras si salen de la boca de un vendedor en la estación de trenes, de un
policía y tantos otros.
Recibí la beca y en un par de meses
me encontraba finalmente en la ciudad de Praga. Llegué en pleno invierno y de
noche, la nieve cubría la ciudad de las mil torres. Me trasladé a un centro de
la Universidad Carolina de Praga. Una señora de unos cincuenta y algo de años
me recibió y me condujo hasta la cocina. En una mezcla de alemán e inglés tratamos
de entendernos. Cocinó una tortilla de papas con tocino y mientras lo hacía no
paraba de hablar y contar anécdotas que yo apenas comprendía. Curioso
personaje, ella era la profesora Obstová del centro de idiomas de la
universidad en la ciudad de Dobruska. Aquella noche me dormí escuchando el
sonido de las campanas de una de las tantas iglesias. A la mañana siguiente
llegaba en un raudo furgón marca Lada a embarcarme en el pequeño autobus que me
trasladaría a mi destino de los próximos cinco meses, la ciudad de Dobruska.
Subí mis maletas al autobús y la profesora Obstová le dio instrucciones al
chofer para que me dejara en aquella ciudad. Tomé un puesto cerca de la ventana
y nos pusimos en marcha. Lo que alcancé a ver de la ciudad aquella mañana ya me
atraía mucho. Durante aquel viaje desde el centro de la República Checa, donde
se encuentra Praga, hasta el noreste donde está Dobruska, fuimos atravesando
por ciudades como Pardubice, Hradec, Králove, Opocno, por bosques, por pequeñas
colinas, dejábamos atrás inmensos campos sembrados con cebada o trigo y viejas fábricas
y usinas abandonadas. Luego de unas cuantas horas en aquel estrecho autobús
llegué finalmente a Dobruska. Me esperaban otros compañeros del centro, entre
ellos un chileno y dos argentinos. Durante los próximos meses haríamos todos
muy buenas migas y nos ayudaríamos en nuestra estancia en aquel país.
En el centro de idiomas de Dobruska
nos dieron lecciones para tener algunas nociones del lenguaje. Lo agradecíamos
mucho ya que nos permitían hacer los primeros intentos de comunicación con las
checas, comprar en el mercado y poder leer una lista de comidas en el
Restaurant. No había asuntos más importantes durante esos meses. Vivíamos un
poco al margen del mundo anterior, aprendíamos a entendernos con la gente de
los más variados países que pasaban por ese centro, africanos, asiáticos, de
oriente medio, latinoamericanos y sobretodo checos. Fue un tiempo lleno de
emociones y aventuras, un tiempo para aprender también de aquella fabulosa
cultura.
Se acercaba ya el final de esas
“vacaciones” y cada uno debía ir a su ciudad a estudiar en su respectiva
universidad. Algunos regresaron a su país de origen porque no aguantaron la
vida en aquel país o porque no habían sido aceptados en alguna de sus universidades.
Yo debía ir a la Universidad de Mendel (Facultad de Ciencias Vegetales) en la
ciudad de Brno al sur de la república. Comencé mi doctorado en el departamento
de química agrícola y nutrición mineral.
Mi profesor guía, el Profesor
Hlusek, era un checo moravo, de grandes proporciones, buen profesor y también
buen fabricante de todo tipo de cecinas que cada mañana me ofrecía con un gran
trozo de pan. El me encontraba flaco y por ello me decía “que así como se come
así se trabaja”. Ello debía ser cierto ya que además de su gran envergadura era
muy trabajador. Vivía en un pueblito a unos 50 km de Brno y cada mañana llegaba
puntualmente al laboratorio a las seis de la mañana o incluso a las cinco. Allí
se aprovecha muy bien la mañana y por ello pueden llegar antes a sus hogares.
En algunos casos salen del trabajo a las tres de la tarde. Eso estaba bien para
los checos, pero a mí me costaba acostumbrarme a ese ritmo tan madrugador. Lo
compensaba quedándome a trabajar hasta más tarde.
Comencé un tema relacionado con el
uso de micorrizas arbusculares y su influencia sobre la nutrición mineral en
manzanos. Un estudio de tres años que me permitía seguir estudiando aspectos de
la nutrición mineral de plantas y además incorporar aspectos de la biología de
suelos y micorrizas.
La Universidad de Mendel recibe su
nombre del monje Gegor Mendel, el primer científico que describió las leyes que
rigen la herencia genética a partir de sus ensayos con guisantes. Él era un
monje agustino que gustaba de la botánica y las ciencias. Publicó ya en 1866 su
trabajo “Versuche über Pflanzenhybriden”, en una Revista científica local de
Brünn (Brno actual). Aquel trabajo pasó absolutamente desapercibido hasta
inicios del siglo XX, cuando fue redescubierto por de Vries.
La Universidad tiene una historia
que se remonta a fines del siglo XIX, es la primera Universidad Checa en la
enseñanza de disciplinas relacionadas con la Agronomía y las Ciencias
Forestales. El Departamento donde trabajaba estaba relativamente bien equipado
y el ambiente de trabajo era bueno. Junto con el jefe del departamento, el
profesor Richter, trabajaban el profesor Hlusek, dos profesores asistentes,
cuatro técnicos de laboratorio, cuatro doctorandos, entre ellos yo.
Una de las barreras fue el idioma,
no sólo para comunicarse sino para trabajar. Los nombres de los reactivos
químicos, los protocolos, etc. en un idioma con muy pocas palabras derivadas
del latín. Afortunadamente con paciencia y esfuerzo pude salir adelante.
Realizar un estudio de doctorado permite tener herramientas y entrenamiento
para comenzar a desarrollar actividades docentes y de investigación. Así por lo
menos se entiende en Europa. Es el primer paso para dedicarse a las ciencias.
Los doctorandos comienzan sus trabajos en promedio con 25 años y antes de los
30 ya son activos en publicaciones y desarrollo de proyectos.
El programa de doctorado que seguí
en República Checa estaba centrado en el proyecto de Investigación aunque
además contemplaba cursos accesorios sobre metodología científica, suelos, nutrición
mineral, inglés científico, entre otros. Uno debía rendir exámenes escritos y
orales en cada una de esas disciplinas para poder acceder a la presentación y
defensa de la tesis. Junto con mi trabajo específico en manzanos también
colaboraba en otros proyectos que se llevaban a cabo en el departamento (vides,
canola, cebada).
Recuerdo que me sorprendí la
primera vez que fuimos a trabajos de campo y los profesores de cátedra se
pusieron a trabajar codo a codo con nosotros, cargando sacos de fertilizante,
sacando muestras de suelos, ayudando en las cosechas. En Chile los profesores
en general no se “ensuciaban” con esos trabajos. Luego del trabajo descargaban
una caja de cervezas de la maletera del auto. Una manera checa de refrescar la
sed. No hay que olvidar que la cerveza checa es una de las mejores del mundo,
de hecho la marca de cerveza Pilsen es
el nombre de una ciudad checa.
El trato entre profesores y alumnos
favorecía mucho la comunicación y el trabajo. Por cierto, que no todo fue
amable y agradable durante aquellos años. Las diferencias culturales y la
lejanía de la patria por cierto hacían bajar la moral de cuando en cuando. El
clima tampoco era demasiado agradable. En invierno los termómetros podían bajar
a -20º C y el sol se perdía del horizonte por muchos meses. Fundamental era
tener buenos amigos y también una novia. En el primer caso tenía un grupo de
amigos checos y algunos latinoamericanos, en el segundo caso no era demasiado
difícil caer rendidamente enamorado ante las bellas checas.
Vivía en una residencia estudiantil
(Kolej) en un pequeño cuarto. Cientos de estudiantes convivíamos en estas
residencias sencillas pero que bastaban muy bien cuando se es estudiante.
Recibía un pequeño estipendio del estado checo que alcanzaba para las necesidades
básicas. Durante las vacaciones trabajaba en Alemania en un hotel como camarero
para tener dinero extra con el cual darme algunos gustos y poder viajar a mi
país. Trabajar y estudiar es algo muy normal entre los estudiantes checos.
Durante los fines de semana o las vacaciones se mueven por el país y Europa en
general trabajando en lo que encuentren. Es una práctica que crea buenos
hábitos y hace valorar el trabajo propio para generar recursos.
Terminé finalmente mi doctorado y
regresé a mi país dejando a la novia en República Checa. Triste, pero con la
promesa de regresar. Retornar al país luego de casi cinco años no fue fácil
tampoco. Afortunadamente pude seguir trabajando con el profesor Cooper en la
Universidad de Chile. Estuve allí dos años en proyectos de investigación y
desarrollo en fruticultura. A fines de aquel primer año pude regresar a Chequia
y el segundo año mi novia se fue a vivir a Chile por un año.
Los proyectos en la Universidad de
Chile abarcaban extensas zonas del país. Debíamos viajar todos los meses al
norte y sur de Chile y lidiar con los agricultores, los informes y las agencias
que entregaban los fondos. Postulé en un concurso público como académico en la
Universidad Católica del Maule en la ciudad de Curicó, ubicada en el centro-Sur
del país. Fui aceptado y comencé a trabajar a media jornada en la Universidad
de Chile y la del Maule. Aquello no fue quizás una buena idea ya que tenía muy
poco tiempo y las dos medias jornadas se transformaban fácilmente en dos
jornadas completas de trabajo. Tuve que decidirme por uno de los dos trabajos
si quería hacer bien las cosas y continuar la carrera académica. Me decidí por
la Universidad Católica del Maule, que me permitía hacer docencia y además
vivir en una ciudad más pequeña y tranquila que Santiago de Chile. Aproveché
una estadía de postdoctorado en España para realizar el cambio.
Las universidades regionales de
Chile tienen ventajas y desventajas. La lentitud administrativa, la carencia de
todos los recursos e instalaciones que uno quisiera, un cierto sentimiento de
aislamiento, etc. En mi caso la Universidad es muy joven, más aún su Facultad
de Ciencias Agrarias y Forestales. Existen muchas demandas, necesidades y
carencias, pero también amplias posibilidades si hacemos las cosas con
convicción y gusto por el trabajo bien hecho. Esa es por lo menos la consigna
que intento practicar. En el ínter he podido realizar otras pasantías
postdoctorales en Suiza y España. Hemos podido generar interesantes proyectos
de investigación y poco a poco capacitar a más personas que velarán por el
resguardo de los recursos de la región.
Esta pequeña historia personal
intenta entregar una versión y ejemplificar cómo se desarrolla una carrera
científica en una persona con un interés en las ciencias de la naturaleza, una
mediana paciencia y una gran convicción en que siempre podemos esperar algo
mejor si nos esforzamos en dar lo mejor de nuestro trabajo, nuestro espíritu y
corazón en nuestros actos. Todo esfuerzo es coronado con una recompensa, aunque
ella no llegue de inmediato.
Amar a la naturaleza, respetarla y
volver a sentir la comunidad con ella está en el centro de nuestro ser.
Nuestros átomos, nuestras moléculas y tejidos no son diferentes a los que
encontramos en el suelo, el agua, las plantas y animales.
Eduardo von Bennewitz Álvarez
Otoño del 2016
Publicado en 207
Segunda edición en el 2018
Recordamos a Eduardo donde este, fui ese compañero chileno en Dobruska, R. Checa en aquella beca épica. Me honra saber que su testimonio quedo en estas líneas. Ewald Meyer
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